Covadonga González-Pola

Escritora y consultora editorial. Editora. Fundadora de la Escuela de Escritura Tinta Púrpura.

Escritora, creadora de contenidos, experta en servicios editoriales, formadora en talleres de escritura y unas cuantas cosas más.

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Expolio de recuerdos y vidas o el cierre de El Paular

Todos tenemos algunas ubicaciones en nuestra memoria que podríamos etiquetar como "lugares felices". Normalmente, son sitios relacionados con nuestra infancia y muchas veces con nuestras vacaciones: aquella plaza por la que paseábamos cuando éramos pequeños en busca de figuritas para completar nuestro belén o una esquinita entre las rocas de la playa donde buscábamos cangrejos y construíamos castillos.

Tener la suerte de regresar a esos lugares cuando uno ya es "mayor" —o más bien debería serlo— es toda una bendición. Se juntan recuerdos felices con buenos momentos presentes y además con esa sensación de lo afortunados que somos y lo afortunados que hemos sido. Por eso, cuando uno de esos lugares deja de existir lo que desaparece es algo más que una ubicación; es más parecido a matar recuerdos, ilusiones e incluso sueños. Una parte de nosotros mismos. Y ver sus últimas horas se parece a asistir a un funeral en el que no sabes a quién darle el pésame y en el que además desearías que las condolencias te las dieran a ti. Posiblemente porque es en ese momento cuando recibes un fuerte golpe de realidad y eres consciente de todo el tiempo que ha pasado, de que ya no eres un niño y, sobre todo, de que a veces los sueños no se cumplen y los cuentos que imaginabas en realidad no han tenido un final feliz.

 

Éste fue el jarro de agua fría que recibí hace unos pocos días cuando visité por última vez el hotel de El Paular, en la sierra de Madrid, concretamente en Rascafría. Subastaban los pocos muebles y cuadros que quedaban en su interior como si de un despiece de matadero se tratase.

Ha sido una temporada muy dura para la gente del pueblo y lo es más al saber que su lucha no ha terminado de manera victoriosa. Una derrota que se lleva a la calle a 46 familias, difícilmente recolocables en un lugar tan pequeño y contando la avanzada edad de algunos de ellos. Y a la desesperación se une la impotencia de no poder luchar contra el grande. ¿Cuál es la realidad que se esconde tras el cierre de un hotel ubicado en un edificio que es patrimonio edl estado? La desidia y el egoísmo de siempre. Cada cierto tiempo, la gestión de El Paular como destino hotelero se saca a concurso. Pero esta vez nadie ha querido tomar las riendas de la explotación de este negocio. Tras esta decisión se esconde Patrimonio del Estado, que lleva años sin restaurar ni acondicionar correctamente el edificio. Es por esto que ninguna cadena hotelera se atreve a jugársela de nuevo: en plena crisis, afrontar una restauración de dos millones de euros parece prácticamente imposible, y más teniendo en cuenta que estas labores no son competencia de ninguna empresa, sino de nuestros presupuestos estatales, que deberían preocuparse un poco más de lo que es de todos y no de mantener el quinto sueldo vitalicio del político de turno, que nunca tiene suficiente. Triste es, además, que ésta no sea una situación aislada, pues parece que el hotel Reconquista, en Oviedo, podría encontrarse en una situación similar. ¿Iremos asistiendo al deterioro cada vez más visible de cualquier monumento que nuestras administraciones quieran olvidar, mientras se atienden necesidades mucho más egoístas y que parece que nunca pueden tocarse, como rescatar cajas de ahorros o mantener el tren de vida de un reducido grupo?


«Esto es un expolio. Los muebles no valen gran cosa, pero estas pinturas, sí», nos comenta uno de los encargados de la subasta que se celebró el domingo en el propio hotel, en la que la cadena hotelera pretendía recuperar algo de lo invertido en aquel negocio. «La mayoría vienen de FeriArte y se están vendiendo por menos de diez veces su valor».

Nos comenta también que apenas recuperará algo de lo invertido. Vista la situación, es comprensible llevar a cabo este tipo de acciones y también que los coleccionistas se acerquen y, por qué no, logren rescatar alguna pieza que valga la pena o simplemente den con un mueble que sobreviva en su salón. Sin embargo, me pregunto si soy la única que ve mucho más valor en todo esto que el meramente económico. Recuerdo el último desayuno que tomé en aquel patio hace cosa de un mes. Lo veo ahora con todos esos muebles apilados y etiquetados y se me encoge el corazón. Después, entro en los salones y me viene un recuerdo especial de una cerveza sentada en unos sillones con unos buenos amigos, hace poco menos de un año. Habíamos entrado a refugiarnos del calor del verano y lo logramos en aquella sala, con ayuda del "fresquito" y de una cerveza bien fría. Ahora en dicha habitación se preparan para una mudanza. Y dentro de nada estará vacío.


Puede que lo más duro de todo esto sea que los recuerdos sólo queden en la memoria. Es bonito tener un lugar al que ir y rememorar esos momentos felices. La vista de las grandes salas, el sonido del agua en la fuente, el tacto de esa frescura en el ambiente y, sobre todo, el olor característico de un sitio, son lo que nos ayuda a recordar. Podemos volver al lugar donde fuimos felices y respirar de nuevo esos momentos. Pero cuando desaparecen, ya no podemos hacerlo. Sólo nos queda nuestra imperfecta memoria y cuatro escombros ante los que suspirar.

No me quise quedar a la subasta. Creo que no lloré sólo porque me daba vergüenza.

 

"Y ese fue el final de Fantasía. Sólo unos pocos fragsmentos de aquel mundo, antes fértil y hermoso, quedaron tras la Nada."